Una Miríada de Olas

Gerry Lopez

El mundo desaparece cuando se cabalgan olas.

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Ahora que ha terminado el verano, coincido más a menudo con mi amigo Rubén en la playa de Berria. Para nosotros el verano es la época intensa de trabajo con nuestros alumnos; cada cual gobernando su barco: él se maneja como pez en el agua con sus cada vez más populares cursos de surf en Berria (Santoña) y un servidor a la intendencia de los cursos de español de Syllabus en Santander. Como decía, son en estos días post estivales, de sombras largas, exquisita melancolía y gloriosos rayos de sol de mediodía, en los que nos cruzamos en Berria, cada uno a lo suyo en un territorio común: a carreras por la pasarela de madera en dirección a las olas, aparcando el coche, paseando (él) a Kalani y yo haciendo fotos y cómo no, en el agua. Las conversaciones cortas pero entusiastas: «¿Qué va a hacer el mar esta semana? ¿Qué tal se presenta el otoño? ¿Cómo le va a Lucía? Lucía es eficiencia, desparpajo y encanto a partes iguales (por cierto Lucía no se me ha olvidado, te debo una cena), una pieza clave en Berria Surf School y todo el mundo que la conoce lo sabe.

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Una especie distinta.

Estoy convencido de ello y además es un tópico de conversación habitual con amigos surfistas. El surf moldea al surfista en todos los aspectos. Te hace ver la vida de una manera menos superflua y más consciente. Te vuelve más resistente y resiliente también. Más paciente y con mayor capacidad para afrontar la adversidad: los revolcones con los que nos sacude el azar. Te sumerge de lleno en la naturaleza cruda, fría, primitiva. Te catapulta millones de años hacia atrás en el tiempo a un hábitat auténtico, real, sin engaños. Eres algo insignificante en medio del azul inmenso y un segundo después de que Neptuno te ponga a prueba, te sabes merecedor de un título en su reinado, lo confirma tu euforia. Los surfistas que estéis leyendo esto sabéis de lo que hablo.

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Tom Curren

La mirada de Tom Curren.

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Con los años y las horas empapadas en salitre, de alguna manera nos volvemos diferentes. Especies distintas que caminan por las mismas calles de la ciudad, van a clase o trabajan en una oficina pero con el eco siempre permanente de la mar en la cabeza, como si fuésemos caracolas de mirada abstraída y lúcida a la par, enfocando algo que no se puede medir, ni comprar, ni explicar y que nos eleva y separa de las pasiones mundanas. Es cierto, se puede reconocer a un surfer por su mirada y creo que es por la cantidad de horas que hemos pasado escrutado la línea del fondo esperando la siguiente ola.

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Una miríada de olas.

«No te preocupes, hay millones de olas ahí afuera. Tómate tu tiempo y tu ola llegará». Duke Kahanamoku.

Tantas como gotas de agua existen en el océano:  las hay que te acunan en una agudísima paciencia mientras esperas que alguna se infle y te empuje. Estas parecen no querer venir, pero llegan, como un regalo que despierta tus pupilas de sopetón. Otras consiguen que tu corazón bombee glóbulos rojos a chorro libre y te sientas como si te dispararan con un cañón. Algunas parecen diseñadas a medida según nuestro estado de ánimo, como las que llegan a la playa, complacientes y flexibles, un domingo a mediodía después de una noche de juerga para no complicarnos demasiado la sesión. La ola pendenciera te hace trabajar, ir y venir, remar, buscar. Te toma un poco el pelo porque es una presa burlona; aparece y desaparece, se aprovecha de los cambios repentinos del viento cambiando de tamaño «según le dé el viento», eso sí, en cuanto te subes encima de ella y consigues domarla, es solo para ti. Los días grandes las olas dejan de ser juguetonas, nuestros sentidos se afilan y remamos hacia adentro en busca de la siguiente con un nudo en el estómago. Si cazamos «la buena», ese día tiene sentido por completo. ¿Y qué pasa con la ola ideal? Aunque la mayoría coincidimos en gustos, esta es una cuestión subjetiva. La ola ideal es esa que optimiza la emoción, seguramente se hará esperar, puede venir en forma de onda hueca y armarse en un instante como sucede con las olas de El Brusco, o ser un sendero líquido progresivo  -de esas que encontramos en Somo– donde encadenar maniobras  mientras danzamos sobre su movimiento: bottom turns, reentries e incluso cutbacks  (esta última Rubén es un poco old-school, como tú dices). Tampoco nos libramos de ser los protagonistas de explosiones que nos dejan los tímpanos oyendo trompetas y flautas durante minutos. Es verdad, no todo es alegría en el patio de Neptuno, el miedo y la desesperación son parte de la experiencia de este ritual líquido salvaje, pero también sensaciones necesarias para saber apreciar los días buenos, los que cuesta olvidar, los que hacen que el mundo desaparezca cuando cabalgas olas.

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Una más y me salgo.

¿Te suena la frase verdad? Si te vas a enganchar a algo que sea al surfing, solo necesitas tres cosas: tu cuerpo, una tabla y una ola. Simple para la recompensa que vas a recibir. Cuanto más surfeas mejor lo haces y más te diviertes, lo sabes porque no te sacan del agua «ni con agua caliente», nunca mejor dicho. Solo saldrás con esa ola que redondee el día, que te haga poner los pies en la arena con una sonrisa exultante mientras caminas hacia el coche.

El surf es maravilloso.

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