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Olvídate de Hannibal Lecter y Norman Bates (pero por si acaso no los descartes del todo). Sí, esa es la primera imagen que nos alcanza cuando oímos la palabra psicópata. Asesinos terribles capaces de cualquier cosa para satisfacer su vacío, sus oscuros deseos. La realidad es que estos primeros existen pero en un porcentaje muy pequeño en comparación con el psicópata integrado (que supone el grueso de este colectivo de… ¿personas?). Un psicópata es un depredador emocional intra especie carente de empatía, emociones y con una autoestima muy exagerada cuyo objetivo vital es rodearse de personas a las que pueda parasitar hasta vaciarlas emocional, física e incluso económicamente. En el siglo XIX antes de que se hubiera desarrollado la psicología como ciencia, se les conocía como vampiros emocionales.
Uno de nuestros primeros artículos hablaba sobre como una actitud abierta y optimista solamente podía beneficiarnos a la hora de aprender. En la vida cotidiana nos interesa aplicar la fórmula del optimismo a nuestras palabras y que ellas nos vuelvan más positivos.
¿Has pensado alguna vez en el poder que tienen las palabras que usamos a diario? ¿Elegimos las mejores palabras de nuestro repertorio o simplemente abrimos la boca y dejamos que salgan de manera automática?
Lo que ocurre es que inconscientemente hablamos utilizando «frases prefabricadas» sin preocuparnos demasiado por cómo influyen sobre nosotros a nivel psicológico. Con frecuencia nos perjudicamos en pequeñas dosis al introducir ideas negativas en el lenguaje. Digo esto sin querer adentrarme en territorios como la psicología o el coaching, en los que no soy experto.
Haz una pausa y compara «soy tonto, elegí la peor opción» con «me equivoqué, la próxima vez acertaré». Si te identificas más con la primera versión, es el momento de hacer un cambio, piensa en cómo hablas normalmente y si te afecta de manera positiva.
Pues bien, démosle la vuelta a la tortilla porque por suerte existen soluciones fáciles que mejoran nuestra autoestima y la percepción que los demás tienen de nosotros. Empieza por estas tres:
1. Cambia «agobiado» por «a tope».
Nuestra sociedad nos empuja (y nos mide por ello) hacia una realización que tiene que ver más con lo productivo que con lo personal. Esto nos produce una presión y un stress que a veces nos supera sin darnos cuenta.
Cuando nos preguntan «¿qué tal?» y contestamos «agobiado», sin quererlo estamos convirtiendo nuestra cabeza en el camarote de los hermanos Marx.
Prueba a cambiar el enfoque y substituye «agobiado» y toda la carga negativa que conlleva por la enérgica «a tope». Demuestra con este simple hábito que eres tú quien tiene el control sobre la actividad de tu vida y que eres capaz de disfrutar con ello sin dejar de lado tu felicidad. Así de sencillo.
No te agobies que es peor.
2. Adiós al debería, debo y tengo que.
Si hay algo que podemos decir de los verbos modales es que son capaces de limitar nuestra flexibilidad y autonomía.
«Debería hacer más ejercicio»; «Debo hacer la compra hoy a las 5 de la tarde»; «Tengo que escribir a mi novia para que no se enfade».
Todos ellos nos imponen un sentido de obligación más o menos fuerte, nos limitan y «reprimen». Estos verbos tienen un alto componente de rigidez que lejos de favorecer la diversidad (posibilidades) en nuestras acciones crean un impacto negativo sobre nuestra psique.
Fíjate en el debería. «Los deberías» tienen el peligro de volverse demasiado habituales y entrar en loop en nuestro habla. Si ese es el caso, conviene pensar en lo que realmente te importa. ¿Debería realmente preocuparme por todas las cosas que «debería» hacer? ¿Me sirven de algo? ¿Me hacen sentir bien? ¿Me proporcionan algún tipo de beneficio?
Si la respuesta es no, saca todo esos «deberías» de tu vocabulario y sustitúyelos por prácticos «voy a»; «voy a ir a…»; «quiero»; «haré»; «puedo»; «me encantaría»; «me gustaría»… todos estos términos tienen connotaciones positivas. Suponen una acción y por lo tanto un resultado. Desde el momento en que tomas tus propias decisiones te conviertes en una persona potencialmente productiva a través de la experiencia de hacer cosas.
También puedes aplicar esta fórmula al «debo» y al «tengo que».
3. El poder del «todavía».
Mejor verlo con un ejemplo: «No he encontrado mi trabajo ideal». Si añadimos «todavía» o una palabra o frase similar, el significado cambia y la probabilidad de éxito aumenta. Conseguimos rebajar el nivel de ansiedad y suavizar la sensación de «no estar a la altura» que nos producen este tipo de situaciones. «Todavía» o «aún» dan a entender que estamos en ello, seguimos en el proceso de búsqueda que nos mantiene en una actitud activa.
Además, el adverbio en cuestión, consigue que nuestra percepción de esperanza aumente y que abramos nuestra mente a nuevas/ distintas posibilidades que se nos presenten.
Estas han sido algunas ideas para encontrar energía positiva en las palabras.
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Syllabus, la escuela joven de español te ofrece un programa de aprendizaje y de actividades único en Santander, España. Las clases de español se complementan con cursos de surf, equitación, vela, turismo rural, taller de cocina española y todas las experiencias que hacen que la lengua y cultura españolas estén vivas.
Syllabus, the young Spanish school offers you a unique, activity-packed Spanish language learning program on-location in Santander, Spain. Language instruction is complemented with surfing lessons, horse riding, sailing, rural excursions, Spanish cuisine workshops and all the other experiences that make Spanish language and culture come alive.
Hoy 25 de diciembre no queremos olvidarnos de todos nuestros seguidores y lectores. Los que estáis aprendiendo español, los que por casualidad habéis llegado hasta aquí, los curiosos. Los que esta noche vais a cantar villancicos y comer turrón y los que no también, estéis donde estéis, para todos, de parte del equipo de Syllabus, ¡Feliz Navidad!
Un barco de piedra sobre una playa de finísima arena blanca apenas transitada salvo por los locales. Aquel era un lugar especial. Glamour solitario de frecuencia alta junto al mar. Poesía pétrea incrustada en cristales de sal. Romanticismo soportando tormentas, largos y cálidos veranos y turistas curiosos por ver qué era aquella espectacular construcción.
A mediados de los años 40, la santoñesa playa de Berria era un paraíso deshabitado y salvaje a años luz de cualquier concepto del turismo que hoy día conocemos y allí estaba, imponente, aquel navío inmóvil recién construido. Casi el único lugar con vida de la playa, donde majestuosamente anclado en un paraje auténtico invitaba a dejarse hechizar por la efervescencia de la brisa marina y la espuma de mar mientras desde la terraza se contemplaba el ocaso por el oeste.
Mucho antes de que España conociera su boom turístico en los 60, una mujer pionera y visionaria, doña María Luisa Ibáñez de Betolaza, se adelantó a su época construyendo en 1947 El Balneario, como lo conocían en Santoña, también llamado El Casino por los turistas principalmente franceses o el popularmente recordado por todos como El Barco. Las opciones de ocio en la posguerra no abundaban y menos aún en un pueblo de pescadores, por lo que algo tan avant-garde en la forma y en el fondo, escenario de bodas, banquetes, bailes sociales y homenajes no podía pasar desapercibido.
Un domingo cualquiera de primavera podía ser así: al aparcamiento frontal junto a los jardines que lindaban con la carretera llegaba un Hispano Suiza del que descendían los padres y sus niños. Te recibían impecables camareros de smoking antes de sentarte a comer marisco -pescado a pocos metros de allí- en una mesa cubierta con mantel de hilo. La comida se servía en vajilla de porcelana en el comedor decorado con muebles art decó, cortinones y apliques en las paredes y a través de cuyos enormes ventanales rotúndamente redondos, solo se podía ver el mar. O por qué no, la emoción de sentirse a bordo en una velada amenizada con la música de una orquesta ajena al chaparrón que intentaba traspasar los ojos de buey del barco.
Pero el tiempo no espera por nada. La magia duró tres décadas y como si del exterior de una película se tratara, el encanto Hitchconiano propio del esplendor de los años 50 se fue transformando en la decadencia Polanskiana de los exagerados 70 para desaparecer para siempre en 1981.
El hecho de que ya no exista no hace más que alimentar su leyenda. Los turistas no entienden cuando oyen qué han aparcado sus furgonas en «El Barco», de la misma manera que los jardines hoy desolados, si pudiesen pensar, se sentirían abrumados por el imparable efecto de las barbacoas de domingo y las familias acampadas.
De aquel extraordinario restaurante nos queda el recuerdo, las imágenes y alguna que otra anécdota, como la que cuentan los marineros cuando de noche, al salir a faenar, las luces y la silueta de El Barco les hacía confundirlo con otro pesquero. Permanecen como extraños testigos de otro tiempo el muro de piedra que lo separaba de la playa y el suelo de cerámica azul y blanca que hoy atraviesan los surfistas corriendo a pocos metros de sus olas.
Mi especial agradecimiento a D. José Martín Solaeta por toda la documentación que aportó para este escrito.
Leo algo en Facebook que me hace reír y a continuación pensar:
Se conocieron a la salida de un bar.
Fue amor a primera vista.
Intercambiaron números de teléfono.
A la mañana siguiente:
Ella: hola guapo, ¿cómo estás?
Él: vien ermosa, y tu?
Ella cambia de número, de ciudad y … hasta de nombre.
FIN
¿Cuánta «incompetencia lingüística» estaríamos dispuestos a asumir por el ser amado?
¿Tenemos una especie de termómetro que nos avisa de cuando echar a correr ante los gazapos gramaticales de quienes esperamos «algo» o por el contrario el amor lo perdona todo?
Bromas aparte, está demostrado que un correcto uso del lenguaje favorece las relaciones interpersonales. Si dos personas comparten el mismo nivel de habla tendrán mucho terreno ganado para un futuro desarrollo en su relación, cualquiera que sea. El lenguaje escrito es nuestra «tarjeta de visita», nuestras credenciales educativas y una buena ortografía puede llegar a enamorar.
Esta reflexión afina bastante el asunto. Quizá deberíamos entender la ortografía como parte de nuestro atrezzo lingüístico, las gotas de perfume que redondean nuestra presencia gramatical. Lo que no se escucha pero se lee y dice mucho de quienes somos.
Romance y ortografía, más cerca de lo que creíamos.