Amanecer en la playa

Amanecer en la playa de Berria

Amanecer en la playa de Berria

 

Mis pies se hunden en la arena todavía fría de la duna mientras desciendo en dirección a la orilla. Camino lentamente pero mis pensamientos cogen velocidad a medida que la cafeína surte efecto. Tengo conciencia total del momento en el que me encuentro: el suave viento del este empuja las nubes, remueve mi cabellera y peina la cresta de las olas. El olor dulzón de la parafina y del todavía húmedo neopreno, se funden con la sal, la brisa, la arena y la mar en una alegría de sinestesia mañanera al ritmo cadente de las olas. Las gaviotas zascandilean dejando atrás sus huellas iluminadas por el sol que emerge del mar. Amanece.

Giro la cabeza a mi derecha y detengo la mirada unos instantes en las ruinas de lo que fue un pasado con una elegancia atípica y atemporal. No lo puedo evitar, se ha convertido en un acto reflejo a lo largo de los años.

Desde el agua contemplo la playa en toda su grandeza (soy afortunado pienso), una extensión blanca de casi dos kilómetros y medio protegida en sus extremos por dos montes majestuosos cuyo verdor, casi irreal, completa la experiencia, anima a la reflexión y hace que las endorfinas corran contentas por la sangre.

Hay algo nuevo que llama la atención en nuestras playas, las playas del litoral Cantábrico. Me refiero al ritmo creciente del exagerado proteccionismo y control que «sufren» nuestros arenales (utilizo el término «arenal» adrede, tan cursi como habitual en la nueva difusión ecológica).

¿De qué estamos hablando? ¿Qué es lo que ha cambiado? Dejemos que nos lo cuenten los que viven en la playa.

A. R. D, vive desde hace 25 años en la playa. Se levanta a las 7 de la mañana para iniciar el día con una sesión de surf que le sirve de impulso para todo el día. Es crítico con lo que ve alrededor y tiene una opinión… contundente.

La velocidad del crecimiento y vigilancia de nuestras playas es directamente proporcional a la explotación a la que las sometemos, explica este vecino enamorado del mar y de la playa. A mí también me gustaría disfrutar de una playa virgen, sin vallado que proteja las dunas, sin accesos artificiales a la playa que nos dirijan, pero me temo que no es posible, amigo Marcos. En los últimos años y favorecido por la creciente masificación de nuestra playa y por la falta de cultura ecológica (también la cada vez más habitual falta de respeto por el «vecino» y por el entorno, fruto de una educación social deficiente en la que lo único que nos importa es el «ahora», el «yo» y por supuesto la «rentabilidad» que puede proporcionar un espacio público -que recuerdo es de todos-), nuestra playa se ha visto gravemente afectada y casi no era posible, entre verano y verano, la recuperación del cordón dunar. Sufría durante la época estival y cada vez se encontraba más deteriorado. Ver gente sobre las dunas, con la sombrilla plantada, la mesa, las sillas y la botella de Soberano jugando una manita de cartas con la abuela, era habitual. Incluso bombonas de butano en improvisados tenderetes en los que hacían la paella los domingos, todo esto sobre lo que constituye el límite más oriental de un parque natural protegido, Reserva de la Biosfera, no era una imagen aislada sino frecuente. Verdaderamente inadmisible en cualquier país civilizado, opina.

Las dunas constituyen un ecosistema muy frágil, fundamental e imprescindible para el mantenimiento de los arenales y por ende de nuestro planeta. Además mantiene la línea de costa, importantísimo para la supervivencia de la playa. Podría decirte, amigo, que es posiblemente el ecosistema más específico y más delicado de todos con los que contamos. Es fundamental protegerlo frente a la incultura, la relajación de las costumbres (cada vez más egoístas) y la anarquía que impera a la hora de disfrutar de nuestro ocio, nos cuenta.

Y llegaron las prohibiciones...

Y llegaron las prohibiciones…

No hay más que echar un vistazo a cómo nos va Marcos, masificación del surf sin ningún tipo de control; costas amenazadas por la especulación urbanística; espacios naturales deteriorados fruto de la anarquía tanto de personas como de sus vehículos (autocaravanas y furgonetas) cada vez más cercanas a línea de marea.

En fin, un auténtico caos que creo se debería regular. Por eso Marcos, prefiero disfrutar de un entorno más regulado y protegido, aunque perdamos libertad. Es, a mi entender, la única forma de que todo esto que tenemos lo podamos conservar y lo sigamos disfrutando, porque está claro que sin esa ayuda de la administración no somos capaces y nos hemos ocupado de demostrarlo.

MA. B es una apasionada de la playa, a través de Berriadictos, su grupo de Facebook nos mantiene a un puñado de afortunados diariamente «al día», con los amaneceres, los vaivenes de las mareas y con como el viento colorea a su antojo el cielo. Imágenes que casi se respiran.

En la playa de Berria ya no viven las pulgas que fueron compañeras de juego en los cubos de nuestra infancia, ni pisamos «chapapote» cuando paseamos por la orilla de la mar. Las cabras que pastaban libremente por el Brusco hace tiempo que no bajan a husmear a la playa y las coquinas que asomaban por la arena ya no hacen acto de presencia. 
Perdura la inmensidad y belleza de la playa que todos los días viste nuestros ojos de Eternidad.

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M.D.Th maldice internet y las nuevas tecnologías de la misma manera que Henry David Thoreau maldecía el ferrocarril en Walden, «solo sirven para arrastrar hordas de surfistas a estas olas». Es un nómada de Cornualles que acostumbra a recorrer el Cantábrico en su destartalada furgoneta Volkswagen desde hace 35 años. Su espíritu de bohemio pionero «trotaplayas», con los años y sin quererlo él, ha sido absorbido por la imaginería, el lifestyle y la publicidad de la imparable industria del surfing. Dice sentirse a veces, «aunque mi barba ya es blanca», como un hipster de temporada al sentir su espacio de siempre rodeado de ruidosas furgonetas durante las marejadas de octubre.

Supongo que yo represento la epidemia viajera que vive en la playa en su van. Por eso nos cogen manía. Nos hacen parte del todo pero no es verdad. Así la libertad se paga cara. Muchos viajeros duermen en las playas del norte de España y no hay siempre un respeto por la ecología. Es inevitable, tenía que pasar. Lo llaman evolución y se acepta. Cuando llegue el frío también llegará la calma, se resigna diciendo.

Recibo un email en el móvil y me alegra ver que se trata de mi amiga V.A.R. Una enamorada de los crepúsculos y las fogatas playeras, si además suena Cat Stevens de fondo, mejor que mejor. También ella pone sus «peros» sobre todo cuando se trata de sus perros. De pasearlos por la playa.

Marcos me preguntas qué es lo que ha cambiado en la playa y nada de lo que me viene a la cabeza es bueno: la masificación, la falta de educación, las normativas sin control, las imposiciones de donde sí te puedes bañar y donde no, la falta de libertad… pero no quiero ser pesimista.

Hay algo bueno, muy bueno, que perdura en nuestra playa año tras año y que jamás nadie nos podrá arrebatar. 

Para todos los que aún viviendo fuera volvemos en cuanto podemos, ya sea una vez a la semana, al mes o solo lo consigamos una vez al año, este es nuestro rincón en el mundo. Existe algo que se mantiene y se mantendrá siempre: el sentimiento de estar en casa, en lugar seguro. Esa sensación al llegar a la «tierruca» de que la playa es el final del camino, es la recompensa. Es donde tenemos que estar.

El Peñón es nuestro punto de unión, cada año nos encontramos todos allí, no nos hacían falta ni teléfonos fijos antes, ni móviles ahora, llegas y vas. Allí están todos, estamos todos. Nos contamos, con la complicidad silenciosa del Peñón, como ha ido el año y los sueños de futuro. Enseñamos a las nuevas generaciones a trepar por las rocas, como hicieran con nosotros antes, y antes nuestros padres, pensando con orgullo en la continuidad del Peñón. 

Jugamos a las palas montañesas, con las buenas, las de verdad, las de nuestros abuelos de una sola pieza y sobre todo vemos como a media tarde la gente va desapareciendo y nos devuelven nuestra playa… desierta, limpia, embaucadora, silenciosa y con perros .

El Peñón es el final y el principio, siempre y nadie, ni las leyes, ni la mala educación, ni las prohibiciones, ni ningún elemento fuera de nuestro control, será nunca capaz de quitarnos ese sentimiento de amistad, familia y hogar que es para nosotros el Peñón y nuestra playa.

La nostalgia, el ojo clínico y verbo afilado de M.G.A, un «clásico» del lugar, están presentes en sus palabras. ¿Cualquier tiempo pasado siempre fué mejor?

Corrían los años 60, donde mis recuerdos se entremezclan, entre los largos y fríos inviernos de León y los veranos en Santander, lugar de origen de la familia. Íbamos  a la casa del abuelo en Argoños, pero lo nuestro era la playa de Nueva Berria, con su fonda ahora llamado hostal o su hotel Juan de la Cosa, con Santos de cancerbero. También estaba el Casino, también llamado El Barco, lugar este tabú para la chavalería. Allí orquestas y bailes de salón, amenizaban los veranos de los mayores. La desidia y la ignorancia arruinó ese barco de cemento. En aquellos años, Santoña y los santoñeses vivían de espaldas a la playa.

Nosotros éramos prácticamente los únicos «berrianeantes». Teníamos nuestro sitio año tras año, en las rocas, en una cueva formada por grandes piedras desprendidas del monte. Allí mamá y las niñas se apañaban en preparar una hoguera, donde más tarde mamá haría la paella con los productos que pescábamos en las pozas, siempre a base de esquileros y ganchos para los cerberos. Esquilas y cerberos como aquellos que hace tiempo desaparecieron con la llegada del turismo masificado, turismo éste rapiñador de todo lo que se mueve, sin importar el tamaño o color. Ahora la playa parece Benidorm, llena hasta los topes de gentes variadas, aunque predominan las familias con niños. Ya nadie juega al fútbol o a las palas. Es turismo de cremas y tumbonas, o de andar por la orilla recorriendo con paso marcial toda la playa. Un coñazo. Ya nadie conoce a nadie.

Os agradezco vuestra valiosa colaboración. Este artículo es vuestro. Permitidme una mención especial a todas aquellas pulgas saltarinas (¿dónde estáis?) que nos miraban a los ojos desde sus minúsculas guaridas en la arena. Por supuesto, a la protagonista, nuestra musa la eterna inspiradora playa de Berria.

 

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¿Cómo hablamos en verano? Léxico del verano.

Puesta de sol en la playa de Helgueras, Cantabria.

Puesta de sol en la playa de Helgueras, Cantabria.

 

Léxico del verano

¿Cómo hablamos en verano?  Tendemos casi todos a quitar de las conversaciones el peso habitual propio de los meses de invierno. Conversaciones más livianas, luminosas y alegres son lo que toca ahora. También despreocupadas y fáciles, para que se ajusten y sintonicen con los meses de descanso.

Un poco menos «con los pies en la tierra» (o no, como dirían en Galicia) en verano, nos gusta dejarnos llevar. Hasta el más ordenado entra en modo laid-back, valga el anglicismo. También comemos más paella, bebemos más sangría, preparamos más barbacoas, caminamos en chanclas, no nos quitamos las gafas de sol y nos hacemos más  Es el momento de despresurizar la nave, emerger y respirar aire puro. De disfrutar de lecturas agradables, de viajar y de seguir aprendiendo.

Tal vez no habías pensado demasiado en ello, pero cada estación del año tiene un vocabulario que le es característico de manera natural. Los que perciben con mayor sensibilidad este fenómeno son los estudiantes de español.

«Después de la playa cogemos las bicis y nos vamos de terracitas.»

Un poco difícil oír esto en noviembre.

¿Cómo se manifiesta esto en nuestro habla?

Nuestro lenguaje se impregna de la realidad vacacional que nos rodea. Parece que en verano nos desprendemos un poco del protocolo a la hora de hablar, no por ello hablamos peor, sino de una forma más coloquial, optimista y despreocupada. Será consecuencia del efecto que los rayos de sol tienen sobre nuestros niveles de serotonina. Pero son los estudiantes extranjeros que confían en nosotros la mejor prueba del querer aprender «aquí y ahora». Ellos nos «enseñan» la importancia que tiene lo instantáneo. Las palabras nuevas que florecen a diario tanto dentro como fuera del aula construyendo su discurso.

Los países mediterráneos adoran vivir en la calle. Es algo sociocultural, como ir de tapas o de rondas, todo un ritual. El español aboga por la filosofía de la siesta que además es sabido que aumenta la productividad y mejora la calidad de vida y cuando llega la Noche de San Juan, que es la que abre el verano, llega el momento de disfrutar de la vida. Por fin y durante unas semanas vamos a estar «fuera de la ofi» (out of the office) y no importa si vamos a tener que soportar un atasco, porque ya queda menos, incluso podemos vislumbrar el mercadillo al lado de la playa donde renovaremos chanclas y pareo. El ajetreo no nos hará olvidar las bermudas para algún amigo que se ha vuelto fofisano (pero no pasa nada, los cánones de belleza han cambiado de nuevo y los fofisanos están de moda).

Nos dirigimos a la playa impregnados de crema (no confundir con su false friend en inglés cream que significa nata). Llega el momento de empaparse de salitre (prefiero el salitre al cloro, que nadie se ofenda). En el norte es tradición jugar a las palas, (también llamadas palas cántabras) normalmente antes del chapuzón. La visita al chiringuito en busca del aperitivo es opcional, pero indudablemente un icono del verano. ¿Y la canción del verano? Se puede escribir una tesis doctoral sobre este tópico. Algunas preciosas como este tema de Jeanette de 1974:

[youtube width=»600″ height=»400″]https://www.youtube.com/watch?v=y4XWlmtB8y8[/youtube]

Las puestas de sol, espectaculares en esta época son un acontecimiento para cada día.

Las cenas de verano al aire libre con amigos se suceden como pequeñas celebraciones cargadas de buenas vibraciones. El chin-chin de los vasos de sangría, ideal para acompañar el gazpacho y el pescaíto, y salir corriendo a bailar en las fiestas populares de los pueblos como las de San Roque a mediados de agosto y celebradas en gran parte de España. Entre tanto ambiente lúdico, hasta nos olvidamos de los mosquitos.

El lorenzo es como familiarmente llamamos al sol en España y las Perseidas, conocidas también como Lágrimas de San Lorenzo son una lluvia de meteoros muy popular que transcurre durante el mes de agosto. Un espectáculo adorado por los surfistas que se tumban boca arriba al anochecer para ver como las estrellas aceleran y se desintegran en el firmamento.

Las lágrimas de San Lorenzo.

Las lágrimas de San Lorenzo.

Anímate a conocer nuestra cultura de primera mano, además, te aseguramos que una buena paella lo cura casi todo.

El Barco

El Barco de Berria

Imagen publicitaria de mediados de los años 40. Eran tiempos de gloria.

 

Un barco de piedra sobre una playa de finísima arena blanca apenas transitada salvo por los locales. Aquel era un lugar especial. Glamour solitario de frecuencia alta junto al mar. Poesía pétrea incrustada en cristales de sal. Romanticismo soportando tormentas, largos y cálidos veranos y turistas curiosos por ver qué era aquella espectacular construcción.

A mediados de los años 40, la santoñesa playa de Berria era un paraíso deshabitado y salvaje a años luz de cualquier concepto del turismo que hoy día conocemos y allí estaba, imponente, aquel navío inmóvil recién construido. Casi el único lugar con vida de la playa, donde majestuosamente anclado en un paraje auténtico invitaba a dejarse hechizar por la efervescencia de la brisa marina y la espuma de mar mientras desde la terraza se contemplaba el ocaso por el oeste.

Mucho antes de que España conociera su boom turístico en los 60, una mujer pionera y visionaria, doña María Luisa Ibáñez de Betolaza, se adelantó a su época construyendo en 1947 El Balneario, como lo conocían en Santoña, también llamado El Casino por los turistas principalmente franceses o el popularmente recordado por todos como El Barco. Las opciones de ocio en la posguerra no abundaban y menos aún en un pueblo de pescadores, por lo que algo tan avant-garde en la forma y en el fondo, escenario de bodas, banquetes, bailes sociales y homenajes no podía pasar desapercibido.

Un domingo cualquiera de primavera podía ser así: al aparcamiento frontal junto a los jardines que lindaban con la carretera llegaba un Hispano Suiza del que descendían los padres y sus niños. Te recibían impecables camareros de smoking antes de sentarte a comer marisco -pescado a pocos metros de allí- en una mesa cubierta con mantel de hilo. La comida se servía en vajilla de porcelana en el comedor decorado con muebles art decó, cortinones y apliques en las paredes y a través de cuyos enormes ventanales rotúndamente redondos, solo se podía ver el mar. O por qué no, la emoción de sentirse a bordo en una velada amenizada con la música de una orquesta ajena al chaparrón que intentaba traspasar los ojos de buey del barco.

Pero el tiempo no espera por nada. La magia duró tres décadas y como si del exterior de una película se tratara, el encanto Hitchconiano propio del esplendor de los años 50 se fue transformando en la decadencia Polanskiana de los exagerados 70 para desaparecer para siempre en 1981.

 

El Barco de Berria

A pocos lugares la decadencia les sentaba tan bien.

 

El hecho de que ya no exista no hace más que alimentar su leyenda. Los turistas no entienden cuando oyen qué han aparcado sus furgonas en «El Barco», de la misma manera que los jardines hoy desolados, si pudiesen pensar, se sentirían abrumados por el imparable efecto de las barbacoas de domingo y las familias acampadas.

De aquel extraordinario restaurante nos queda el recuerdo, las imágenes y alguna que otra anécdota, como la que cuentan los marineros cuando de noche, al salir a faenar, las luces y la silueta de El Barco les hacía confundirlo con otro pesquero. Permanecen como extraños testigos de otro tiempo el muro de piedra que lo separaba de la playa y el suelo de cerámica azul y blanca que hoy atraviesan los surfistas corriendo a pocos metros de sus olas.

 

Casino de Berria

Detalle actual del suelo del comedor.

Coches de época a la entrada de El Barco.

Coches de época a la entrada de El Barco.

Mi especial agradecimiento a D. José Martín Solaeta por toda la documentación que aportó para este escrito.

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