El Barco

El Barco de Berria

Imagen publicitaria de mediados de los años 40. Eran tiempos de gloria.

 

Un barco de piedra sobre una playa de finísima arena blanca apenas transitada salvo por los locales. Aquel era un lugar especial. Glamour solitario de frecuencia alta junto al mar. Poesía pétrea incrustada en cristales de sal. Romanticismo soportando tormentas, largos y cálidos veranos y turistas curiosos por ver qué era aquella espectacular construcción.

A mediados de los años 40, la santoñesa playa de Berria era un paraíso deshabitado y salvaje a años luz de cualquier concepto del turismo que hoy día conocemos y allí estaba, imponente, aquel navío inmóvil recién construido. Casi el único lugar con vida de la playa, donde majestuosamente anclado en un paraje auténtico invitaba a dejarse hechizar por la efervescencia de la brisa marina y la espuma de mar mientras desde la terraza se contemplaba el ocaso por el oeste.

Mucho antes de que España conociera su boom turístico en los 60, una mujer pionera y visionaria, doña María Luisa Ibáñez de Betolaza, se adelantó a su época construyendo en 1947 El Balneario, como lo conocían en Santoña, también llamado El Casino por los turistas principalmente franceses o el popularmente recordado por todos como El Barco. Las opciones de ocio en la posguerra no abundaban y menos aún en un pueblo de pescadores, por lo que algo tan avant-garde en la forma y en el fondo, escenario de bodas, banquetes, bailes sociales y homenajes no podía pasar desapercibido.

Un domingo cualquiera de primavera podía ser así: al aparcamiento frontal junto a los jardines que lindaban con la carretera llegaba un Hispano Suiza del que descendían los padres y sus niños. Te recibían impecables camareros de smoking antes de sentarte a comer marisco -pescado a pocos metros de allí- en una mesa cubierta con mantel de hilo. La comida se servía en vajilla de porcelana en el comedor decorado con muebles art decó, cortinones y apliques en las paredes y a través de cuyos enormes ventanales rotúndamente redondos, solo se podía ver el mar. O por qué no, la emoción de sentirse a bordo en una velada amenizada con la música de una orquesta ajena al chaparrón que intentaba traspasar los ojos de buey del barco.

Pero el tiempo no espera por nada. La magia duró tres décadas y como si del exterior de una película se tratara, el encanto Hitchconiano propio del esplendor de los años 50 se fue transformando en la decadencia Polanskiana de los exagerados 70 para desaparecer para siempre en 1981.

 

El Barco de Berria

A pocos lugares la decadencia les sentaba tan bien.

 

El hecho de que ya no exista no hace más que alimentar su leyenda. Los turistas no entienden cuando oyen qué han aparcado sus furgonas en «El Barco», de la misma manera que los jardines hoy desolados, si pudiesen pensar, se sentirían abrumados por el imparable efecto de las barbacoas de domingo y las familias acampadas.

De aquel extraordinario restaurante nos queda el recuerdo, las imágenes y alguna que otra anécdota, como la que cuentan los marineros cuando de noche, al salir a faenar, las luces y la silueta de El Barco les hacía confundirlo con otro pesquero. Permanecen como extraños testigos de otro tiempo el muro de piedra que lo separaba de la playa y el suelo de cerámica azul y blanca que hoy atraviesan los surfistas corriendo a pocos metros de sus olas.

 

Casino de Berria

Detalle actual del suelo del comedor.

Coches de época a la entrada de El Barco.

Coches de época a la entrada de El Barco.

Mi especial agradecimiento a D. José Martín Solaeta por toda la documentación que aportó para este escrito.

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